Aug 30, 2007

Aspire A Grandes Cosas... y Libere Su Fe

Imagínese lo que es tener suficiente fe como para impresionar a Dios. ¿Le parece eso algo exagerado? En Mateo 8, un centurión (oficial al mando en el ejército romano) vino a ver a Jesús para interceder por su siervo quien estaba enfermo y atormentado. Cuando Jesús se ofreció ir a la casa del centurión y sanar al siervo, el oficial respondió: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra y mi criado sanará" (verso 8).

Este era un hombre que conocía el poder de las palabras. Después de todo, él era un oficial en el ejército. Cuando el hablaba, todos le prestaban atención y hacían lo que él ordenaba. En este caso, Jesús hizo también lo que el centurión le pidió.

¿Por qué respondió Jesús con tanta rapidez? Porque las palabras de aquel hombre estaban llenas de fe.

En más, al oír la respuesta del centurión, Jesús se asombró y dijo: "De cierto os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe" (versículo 10).

La fe que tanto impresionó a Jesús fue que el centurión estuvo dispuesto a creer sin pedir alguna señal espectacular o algún milagro del cielo. La Palabra era lo único que él necesitaba para creer que Jesucristo podía sanar a su siervo. “Solamente di la palabra…”, dijo el centurión. Y en aquella misma hora su siervo fue sanado.

Quién necesita un milagro…

Esa misma fe, y aun una fe mayor —una fe que impresione a Dios— está al alcance de cada uno de nosotros por medio de la Palabra de Dios. Él envió su Palabra para sanarnos y liberarnos (Salmos 107:20). La Palabra se hizo carne, en la persona de Jesucristo, y vivió entre nosotros. En Él —en Dios, en la Palabra— está la vida, y esa vida es nuestra luz (Juan 1:1-14; Salmos 119:105).

El apóstol Pedro se refirió a la Palabra de Dios como la palabra profética más segura. ¿Más segura que qué?

Bueno, para empezar, Pedro había visto su buena parte de señales y maravillas. La mayor talvez fue cuando acompañó a Jesús, junto con Santiago y Juan, a un monte donde oyeron la voz de Dios y vieron a Jesús hablar cara a cara con Moisés y Elías.

Pedro quedó tan impresionado que se ofreció para construir unos albergues para todos, para quedarse un rato en ese lugar. (Mateo 17:4). Pero a pesar de las manifestaciones gloriosas de Dios que había presenciado, Pedro luego dijo las siguientes palabras en su carta:

Porque no os hemos dado a conocer… siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él [Jesús] recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos… (2 Pedro 1:16-19).

Ahora bien, no se puede negar que las manifestaciones físicas de la presencia de Dios y de su poder pueden ser espectaculares para nuestros sentidos, pero aun así, todavía tienen algo de incierto.

En primer lugar, los milagros no ocurren todos los días; son actos de la voluntad de Dios, no de la nuestra. Así que no debemos vivir de milagro en milagro. Dios nunca quiso que fuera así. Él nunca nos prometió una dosis diaria de visiones, sueños, profecías y milagros para que pudiéramos vivir.

Lo que Dios si nos dio fue un libro lleno de promesas vivas. Él envió su Palabra; nos dio un libro rebosante de vida, rebosante de Él.

Si usted estudia la Biblia, verá que no es un libro sobre alguien, sino que es Alguien. Es, literalmente, como si Dios estuviera hablando a cada uno de nosotros, lo cual explica por qué Pedro se refirió a la Palabra de Dios como la palabra más segura.

En 2 Pedro 1:19, él continúa diciendo: “… a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones".

En otras palabras, cuando usted se despierta por la mañana, quizá no oiga de forma audible la voz de Dios. Pero sí puede contar con la Palabra, las promesas, la revelación y la sabiduría de Dios, las cuales son tan seguras como el sol que sale todos los días; así que viva de acuerdo a ellas.

Si, los milagros son maravillosos, pero el plan de Dios es que andemos por fe, no por vista (2 Corintios 5:7). El espera que vivamos cada día por la fe en su Palabra, no por las señales y maravillas que podamos ver en el camino.

¿Puede dármelo por escrito?

Veamos por unos momentos uno de los mejores ejemplos del Antiguo Testamento de lo que es andar por fe y no por vista: Abraham.

Cuando Dios llamó a Abraham para que saliera de su tierra, dejara a su familia y se fuera a otro lugar, no existía la Palabra escrita de Dios. Ni siquiera existía pacto alguno entre ellos. Lo único que Abraham tenía era una promesa oral: “Vete de tu tierra —Dios le dijo—… Haré de ti una nación grande” (Génesis 12:1-2).

En ese entonces, Abram tenía 75 años de edad y su esposa era estéril. Abram creyó en la Palabra de Dios y dejó sus parientes y su tierra. Cuando Abram llegó a Canaán, Dios se le apareció y le dijo: “A tu descendencia daré esta tierra” (Génesis 12:7). Luego, en Génesis 13, Dios le dijo: “Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Y haré tu descendencia como el polvo de la tierra (Versos 15-16).

El hecho es que a lo largo del camino, Dios estuvo hablándole y hablándole de la promesa.

En Génesis 15:2, después de que Dios se le apareció en una visión, Abram le preguntó: “Señor Jehová, ¿qué me darás, siendo así que ando sin hijo?"

En ese momento de su vida, Abram se dejó llevar por las circunstancias. Tenía 86 años, y lo único que veía todos los días era que su mujer estéril y que no había señales de algún hijo. Se quejó aún más y dijo: “Mira que no me has dado prole [hijo]” (verso 3).

En realidad, Dios ya le había dado a Abram la semilla que este necesitaba, solo que él no se había dado cuenta. Desde el principio Dios le había dado su Palabra, y la Palabra de Dios es la semilla (Marcos 4).

"Haré de ti una nación grande… A tu descendencia daré esta tierra… Haré tu descendencia como el polvo de la tierra". Dios le había dicho esas cosas a Abram durante 11 años. Sin embargo, a Abraham se le estaba haciendo difícil confiar en la Palabra de Dios. Así que Dios le ayudó un poco.

Primero, Dios llevó a Abram afuera, por la noche, y le dijo que contara las estrellas. "Así será tu descendencia", le dijo Dios. Y Abram creyó al Señor (Génesis 15:5). Entonces Dios hizo un pacto con Abraham, y sacrificó unos animales como señal para Abraham de que Él guardaría ese pacto. Este pacto de sangre fue un ancla poderosa para la fe de Abram. Sin embargo, después de 13 años, cuando Abram ya tenía 99 años, aun no tenía ningún hijo.

Fue ahí cuando Dios empezó a poner la Palabra en la boca de Abram.

Identidad y destino diferentes

Desde el momento en que Dios le dijo a Abram que haría de él una nación grande, Abram pudo haber dicho: "Bien, desde ahora en adelante mi nombre será Abraham, porque Dios me ha dicho que seré padre de muchas naciones. Y si Dios lo dice, y yo lo creo, entonces es un hecho".

Abram pudo haber adoptado esa actitud, y así se hubiera evitado muchos problemas. Pero no lo hizo. Tenga presente que Abram no había nacido de nuevo ni había sido vivificado espiritualmente como nosotros, y no tenía a su alcance la Palabra escrita para estar leyéndola. Por lo tanto, lo único que él sabía era: "Señor… ando sin hijo… y no me has dado prole". Dios cambió esa situación cuando le puso un nombre diferente.

Cuando Abram recibió el nombre de Abraham, adoptó la identidad de "padre de muchas naciones", que es el significado de su nombre nuevo. Siempre que decía su nombre, estaba diciendo: "¿Qué tal? Soy el padre de muchas naciones". Es más, siempre que alguien le dirigía la palabra, estaba diciéndole: "oye, padre de muchas naciones".

¿Qué estaba ocurriendo? Pues que Abraham y todos sus conocidos estaban llamando las cosas que no son como si ya fueran (Romanos 4:17). De hecho, Abraham estaba repitiendo la palabra que Dios había hablado, y estaba oyéndola de boca de los demás.

Jesucristo hizo lo mismo con Pedro. Cuando el Señor conoció a Pedro, el nombre de este era "Simón, hijo de Jonás". Pero, luego, el Señor le puso otro nombre: "Pedro", que quiere decir roca. Y si había alguno entre los discípulos que no era una roca, era Pedro. Jesús sabía lo que estaba haciendo: estuvo utilizando el nombre "Roca" para dirigirse a Pedro, hasta que este llegó a ser una roca. Al recibir ese nombre, repetirlo y responder a este, Pedro estaba mostrando su conformidad con la Palabra de Dios y con la palabra que Jesús había hablado.

Vemos entonces que el método para cambiar estos nombres, y que las personas hicieran una realidad su destino al estar de acuerdo con lo que Dios dijo que serían y harían, consistía en que meditaran en la Palabra, la hablaran y la oyeran, para que se convirtiera en parte práctica de sus vidas.

La meditación en la Palabra fue también el plan para tener éxito que Dios dio a Josué cuando este asumió su puesto como líder después de la muerte de Moisés. "Nunca se apartará de tu boca este libro de [mi Palabra] —le dijo Dios—, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien" (Josué 1:8). La palabra hebrea que se traduce como "meditar" aquí quiere decir "hablar entre dientes; andar susurrando". O sea, a Josué todo le saldría bien si hablaba constantemente la Palabra de Dios: si se la repetía a sí mismo, si la hablaba a otros y si la hablaba en toda situación.

¿Puede imaginárselo…?

Cuando Abraham por fin recibió por la fe el hecho de que sería el padre de muchas naciones, él aún no podía verlo con sus propios ojos. Entonces, ¿cómo hizo para verlo?

En el Salmo 2, la palabra "piensan" puede también ser traducida como "imaginan". Se trata de que al andar hablando constantemente la Palabra de Dios —como Abraham, Josué y Pedro lo hicieron—, y llamando las cosas que no son como si ya fueran, ella produzca una imagen interna en nosotros. Esa imagen a su vez se convertirá en esperanza, y en la esperanza fue donde Abraham se vio como "padre de muchas naciones".

Me acuerdo que en los primeros días de este ministerio, a Gloria y a mí nos llegó el momento en que necesitábamos un automóvil más grande para acomodar a toda la familia y poder ir a predicar a donde se me invitaba. Así que, en cuanto a ese automóvil, hicimos lo mismo que habíamos hecho con otras necesidades: buscamos las promesas de Dios en cuanto a esa necesidad, oramos, sembramos, confiamos en Dios y hablamos la Palabra.

Después de que como familia aceptamos la Palabra y nos pusimos de acuerdo, anduvimos por la casa diciendo: "¡Gloria a Dios por nuestro automóvil nuevo!" ¡Ese auto nuevo es nuestro! "¡Gracias a Dios por nuestro coche nuevo!" Luego, continuamos meditando en la Palabra. En ese entonces, nuestros hijos estaban pequeños, pero con edad suficiente para asirse de ese automóvil nuevo por la fe.

Un día, nuestro hijo Juan me preguntó: "Papá, ¿ese automóvil nuevo es nuestro?"

"Oh, por supuesto", le contesté.

"Entonces, vamos a traerlo", dijo él.

Para él la idea del auto nuevo se había vuelto tan real que no veía por qué no podíamos ir a traerlo. No le dije que la razón por la cual no podíamos comprarlo era porque nos hacían falta $3000. Empecé a decirle: "Mira, Juanito, tenemos que…", pero no seguí porque me di cuenta de que estaba a punto de seguir el camino de la duda y la incredulidad.

Entonces le dije: "¡Eso, Juanito! ¡Gloria a Dios! ¡Vamos a traerlo!" Al instante, todos empezamos a decirnos: "¡Vamos a traerlo!" En menos de una semana, alguien me llamó, y sollozando me dijo: "Oh, hermano Copeland. Me siento muy avergonzado de mí mismo. Hace unos días el Señor me dijo que le enviara a usted $3000, y no lo hice. Los he tenido guardados, pero no soporto más esto". La primera vez que Dios le dijo a esta persona que nos enviara los $3000 fue el mismo día que Juanito me dijo que fuéramos a traer el auto. Así que, entonces, fuimos a comprarlo.

La fuente de los deseos se seca

En resumidas cuentas, la verdadera esperanza bíblica no consiste en desear que algo se haga realidad. Dios no está sentado en el fondo de alguna fuente de los deseos esperando que tiremos algunas monedas para concedernos el milagro que deseamos. La verdadera esperanza es una imagen divina en nuestro interior; es un milagro que la Palabra de Dios da a luz en el alma del ser humano; es el plano de nuestra fe.

En Hebreos 11:1 dice que para que nuestros sueños se hagan realidad, la esperanza debe alimentarse de la fe. Se nos dice también que esa esperanza "la…...tenemos como segura y firme ancla del alma" (Hebreos 6:19).

Entonces, no solo tenemos la palabra profética más segura, sino también una esperanza segura. El apóstol Pedro lo dice muy bien, que la Palabra de Dios (sus promesas) entra en nuestro ser y alumbra nuestras circunstancias (2 Pedro 1:19). Al meditar en la Palabra, su luz aumenta más y más dentro de nosotros. Empieza a alumbrar nuestros corazones con más y más fuerza hasta que llega a dar a luz una imagen interna de lo que por la fe estamos esperando recibir de Dios.

Antes quizá nos veíamos como Abraham se vio una vez: sin hijos. Tal vez nos hayamos visto sin plata, enfermos, desesperados o lo que sea. Pero una vez que nos asimos de la Palabra y nos percatamos de que es Dios quien nos habla por medio de ella, le damos lugar a la esperanza; y esa esperanza da vida a los deseos que Dios ha puesto en nuestros corazones.

Abraham creyó en esperanza contra esperanza (Romanos 4:18). Aunque parezca increíble, él recibió lo que esperaba. Nosotros podemos también recibir lo que esperamos. Reciba la Palabra de Dios y aplíquela a su situación ahora mismo.

Reciba la semilla que Dios tiene para su vida. Luego, empiece a hablarla, a oírla, a susurrarla. Medite en la Palabra hasta que empiece a verla y a imaginársela.
¡Vamos! Empiece a aspirar a grandes cosas… y libere su fe!

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